ROSSANA REGUILLO | ITESO (INSTITUTO TECNOLÓGICO DE ESTUDIOS SUPERIORES DE OCCIDENTE)
Cuando Leonardo Da Vinci da instrucciones para pintar una batalla,
hace hincapié en que los artistas tengan el coraje y la imaginación
para mostrar la guerra en todo su horror.
—Susan Sontag, Ante el dolor de los demás
Cuando a mediados del 2010, recibí la invitación de los editores de e-misférica para preparar un número sobre narcotráfico y violencia, como editora invitada, pensé durante varios días cuál debería ser el sentido, el encuadre y especialmente, el tipo de acercamiento a un fenómeno tan potente como desarticulador, tan abismático y al mismo tiempo, tan cotidiano. En aquellos días, en México se volvió más que evidente que la violencia y las ejecuciones brutales habían pasado a otra escala—me refiero a las masacres de jóvenes en Ciudad Juárez, Tepic, Tijuana y Ciudad de México y, de manera especial a las llamadas “narco-fosas” y el asesinato masivo de migrantes.
En la medida en que pensaba sobre el tema, venía de manera recurrente a mi cabeza una poderosa frase de Michael Löwy, que había leído un par de años antes: “el dispositivo no existe ahí para ejecutar al hombre, sino que éste está precisamente ahí por el dispositivo, para proveer un cuerpo sobre el cual pueda escribir su obra maestra estética, su registro ilustrado sangriento lleno de florilegios y adornos. El propio oficial no es más que un criado de la Máquina.” (41) Fue esta clave la que me posibilitó elaborar la propuesta de la narcomáquina como eje vertebrador del número de la revista y, desde luego, de mi propio acercamiento que desarrollo aquí. Siguiendo la cita de Löwy, se puede decir que tratándose de la violencia vinculada al narcotráfico, la máquina precede a sus criados.
ROSSANA REGUILLO
Así, lo que me interesa discutir es lo que voy a llamar el “trabajo de la violencia”, siguiendo de algún modo las elaboraciones de Hannah Arendt sobre los campos de exterminio nazi en Los orígenes del totalitarismo (1987), en los que la autora ilumina una zona fundamental para comprender este horror. También me baso en las estremecedoras reflexiones de Primo Levi, sobreviviente de Aushwitz, en Los hundidos y en los salvados (2002), en torno a la producción de cuerpos para el sacrificio que suponen un fino y sistemático trabajo de disolución de la persona, una reducción paulatina pero brutal a una condición no humana que autoriza los más extremos “ejercicios” de sometimiento, tortura y control sobre el cuerpo otro.
El trabajo de la violencia vinculado a la máquina narco, se asemeja al descrito por Levi en la Alemania Nazi en dos dimensiones, cuya profundidad (y perversidad), resultan difíciles de abordar y, se distingue o diferencia en una cuestión que resulta crucial para calibrar el poder de la máquina narco.
Como primera semejanza, los cuerpos desmembrados que el narco (así en singular como se dice en México), deja tirados diariamente por la geografía nacional, pierden su singularidad, al igual que con los prisioneros del campo de exterminio. Ya no se trata de María, Pedro o Juan, sino cuerpos anónimos que entonces se revisten de una dimensión ontológica en tres sentidos: se convierten en unidades de sentido común (cuerpos rotos, desarticulados); se transforman en universales (los ejecutados del narco, los muertos de la guerra, los daños colaterales); son cuerpos transformados –por el trabajo de la violencia-, en entidades abstractas (encajuelados, decapitados, encobijados). La disolución de la persona es el primer trabajo exitoso de la máquina.
Para colocar la segunda semejanza, apelo al extraordinario libro de Adriana Cavarero, cuando al discutir el problema del “inerme”, ella dice “el cuerpo muerto en tanto que masacrado, es sólo un residuo de la escena de la tortura” (2009, 60). Así, al igual que en los campos de exterminio, las fosas posteriormente descubiertas y los cadáveres vivientes de los prisioneros, los cuerpos masacrados por la narcoviolencia (en México), operan como índices “degenerados” (Eco 1992), de la máquina y su trabajo. Los cuerpos son residuos de una escena anterior a la que ya no tenemos acceso, como bien apunta Cavarero, son especialmente índices de un poder previo al que no podemos acceder por la experiencia inmediata. En este nivel, encuentro especialmente útil la teoría perciana sobre el papel “instructivo” del índice, que intentaré desarrollar más adelante a través de la noción de violencia expresiva con la que he venido trabajando varios años.1
La tercera relación, en este caso, de diferencia, estriba en la ubicación y en la localización. Mientras el poder nazi, instala edificaciones y sus criados son claramente percibibles y sostiene una localización para la realización de su trabajo de violencia, el narco se deslocaliza, su poder apela justamente a la dimensión más densa del sentido de la máquina: su ubicuidad ilocalizable, que actúa de manera silenciosa pero eficaz: su presencia es fantasmagórica. La máquina narco es un fantasma. Su dominio deriva de ocupar un espacio insimbolizable (en el sentido freudiano) deslocalizado, que apela y despierta las más profundas fisuras entre lo que concebimos como real y los temores que se dislocan. La imposibilidad de la simbolización trabaja en el imaginario, en la obturación de cualquier posibilidad de significación. La máquina narco es ubicua, elusiva, fantasmagórica y permanece ahí, por más que aparezcan y sean –momentáneamente- sometidos, sus criados.
Así, una primera aproximación a la máquina, permite aislar—para el análisis—tres niveles: la disolución de la persona (transmutada en cuerpo desmembrado); el cuerpo roto que actúa como índice de una escena y de un poder previo y, su presencia fantasmagórica.
Fisuras
A estas alturas de lo que se conoce en México como “la guerra contra el narco”2, resulta imposible cualquier intento serio por documentar de manera precisa y cierta el número de muertas y muertos que se acumulan cotidianamente como testimonio del “horrorismo” (Cavarero, Op. Cit.). ¿Cuarenta mil?, ¿Cincuenta mil? O, ¿Sesenta y dos mil?, como rezaba una manta en una de las últimas marchas contra la violencia en México, una más en lo que va del sexenio de Felipe Calderón. ¿Es la cantidad de muertos que nadie puede ya contar, porque los cuerpos quedan tirados en caminos imposibles, lo que otorga a esta violencia su dimensión más importante? Indudablemente los datos son centrales, los que logramos articular por fuera de las cifras oficiales, los que aparecen de vez en vez en la boca de funcionarios desprevenidos, los que se cuelan en el llamado “ejecutómetro”3. Pero el dato buscado como un gesto desesperado por acceder a un mínimo nivel de inteligibilidad, no logra atrapar lo sustantivo: el trabajo de la violencia de la máquina.
El escalofrío epistemológico que produce el horror de los cuerpos que se acumulan como evidencia del fracaso de una política que no alcanzó a constituirse como tal, la de Felipe Calderón, se deriva, de la incapacidad del pensamiento que piensa las violencias, de situarse en la interface entre lo singular y lo universal (en una dimensión ontológica), de estos cuerpos que, por entregas, van poblando el mapa de una geografía colapsada por el terror propagado (de Cherán a Ciudad Mier; de Culiacán a Ciudad Juárez; de Monterrey a Guadalajara).
Contamos muertos, pero el gesto es inútil porque no se logra reponer humanidad, ni zurcir la rotura que la máquina produce tras su paso. La violencia es unidireccional, no hay violencia recíproca en virtud de la condición fantasmagórica de la máquina.
MARIANA HERNÁNDEZ LEÓN
Entre septiembre y octubre del 2011, a los horrores de las llamadas “narco-fosas” (Turati 2011), al espanto de los cuerpos arrojados a la vía pública en Veracruz, se sumó el horror de los cuerpos de dos jóvenes torturados y luego colgados en un puente en Nuevo Laredo Tamaulipas (ella como si fuera ganado, él sostenido de sus dos brazos) y, dos semanas después, la “aparición” del cuerpo desmembrado de una periodista y su cabeza colocada en una maceta en performance macabra, acompañada de un teclado, un mouse, audífonos y altavoces. Estos dos últimos “casos”, implicaron la advertencia explícita de que eso “les pasa” por usar las redes sociales e internet para divulgar noticias o información que compromete las actividades del crimen organizado.
Frente a estas violencias, el lenguaje naufraga, se agota en el mismo acto de tratar de producir una explicación, una razón; las violencias en el país hacen colapsar nuestros sistemas interpretativos pero al mismo tiempo, estos cuerpos rotos, vulnerados, violentados, destrozados con saña, se convierten en un mensaje claro: acallar y someter. Silencio y control que, desde la violencia total, avanzan en el territorio mexicano sin contención alguna.
La máquina se especializa en la producción de fisuras, tanto aquella que separa las capas de una misma herida (cuerpos de narcomenudistas, ayudantes, vigilantes, socios ahora castigados), como aquella que separa las heridas superpuestas (cuerpos de civiles inocentes, “daños colaterales” que alimentan la voracidad de la máquina).
En el Casino Royale en la ciudad de Monterrey, en agosto de 2011, un comando de sicarios4, prendió fuego a las instalaciones, el resultado sumó más de 50 muertos y un sin fin de preguntas y miedos desatados en la que había sido (antes de la llegada de la “máquina”), la ciudad más próspera de México. No hubo, no ha habido posibilidad de ubicar el atentado en un marco medianamente inteligible: fisura de la narcomáquina.
En el mes de octubre del 2011 se hizo público que en Boca del Río en Veracruz, “aparecieron” por lo menos 35 cuerpos en la calle. Con señales de tortura, apilados, los cuerpos de Veracruz, reactivaron la discusión sobre la eficacia de la máquina narco y de la indefensión ciudadana. Las imágenes son brutales pero, en el intento de resistir el vértigo de lo espeluznante, quiero apelar aquí a las capas “geológicas” a las que interpela la fisura.
La imagen es clara y no por ello nítida, en un camino, calle, glorieta carretera, un “grupo” de cuerpos tanto esparcidos como apiñados al interior de camionetas fúnebres, como en un campo de exterminio ambulante, develan el horror: el poder la máquina se auto-autoriza para escalar un nivel: descargar el espanto en el camino, sin apelar a ningún otro mensaje. El acto de entrega es formalmente afásico, pero simbólicamente, total.
Violencias expresivas
Cuando empecé a estudiar la violencia (en singular), me pareció que ese “singular”, subsumía en un mismo anclaje y espacio analítico un conjunto de formas violentas cuya variabilidad, modos de operación, consecuencias no cabían en un sola expresión; empecé a hablar de violencias (en plural), lo que me obligó a elaborar una tipología que sin bien no agota el espectro de las violencias posibles, me permitió avanzar en la comprensión de su multidimensionalidad. No voy a desarrollar aquí, el esquema que propuse, simplemente voy a enumerar las cuatro formas de violencia que logré aislar con fines analíticos:
(a) La estructural: que nombra las violencias vinculadas a las consecuencias y efectos de los sistemas (económicos, políticos, culturales), que operan sobre aquellos cuerpos considerados “excedentes”, pobres y grupos excluidos, principalmente.
(b) La histórica: la violencia que golpea a los grupos considerados “anómalos”, salvajes, inferiores (mujeres, indígenas, negros) y que hunde sus raíces en una especie de justificación de larga data.
(c) La disciplinante: aquella que pretende nombrar las formas de violencia que se ejercen para someter, mediante el castigo ejemplar, a las y los otros (pienso en los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez o, en el asesinato selectivo de jóvenes de los sectores populares en Brasil).
(d) La difusa: aquella violencia “gaseosa” cuyo origen no es posible atribuir más que a entes fantasmagóricos (el narco, el terrorismo), y que resulta casi imposible de prever porque no sigue un patrón inteligible.
Todas estas formas de violencia, suelen presentarse de manera combinada, pero de cara a una comprensión más fina, resulta útil mantener atado el análisis a sus diferentes lógicas, orígenes y formas de operación.
La narcomáquina se sirve de estas cuatro formas de violencia y las combina de maneras intercambiables, como si fuera un “lego”, empalmando piezas sociopolíticas y culturales para producir efectos diferenciados. Sin embargo, la máquina acude principalmente a la violencia disciplinante y a la difusa. Su caligrafía brutal se inscribe en la producción de control y sometimiento y se parapeta en su inasibilidad; como ya señalé, los cuerpos disciplinados mediante el trabajo de la violencia, actúan como índices de su poder.
Considero que no basta con estos cuatro elementos y sus combinaciones para una aproximación a las violencias de la máquina. Por ello, propuse una distinción más, que se desprende de las cuatro formas anteriores: la violencia utilitaria y la violencia expresiva5.
TANIA GONZÁLEZ SURO
Aunque no se trata de formas antagónicas ni excluyentes, a partir de los análisis que he venido desarrollando, considero que la narcomáquina ha ido incrementando su acción expresiva, es decir, el ejercicio de aquellas violencias cuyo sentido parece centrado en la exhibición de un poder total e incuestionable que apela a las más brutales y al mismo tiempo sofisticadas formas de violencia sobre el cuerpo ya despojado de su humanidad (los decapitados, los colgados en los puentes, los cuerpos desmembrados y tirados en la calle), en detrimento de la violencia utilitaria, cuyos fines son legibles o aprehensibles para la experiencia (te mato para robarte, te aniquilo porque tu presencia estorba mis planes, etc., la muerte del otro es suficiente).
La violencia expresiva, es sin duda, precedida de un complejo sistema de persecución de “ganancia”, pero ésta permanece oculta, cifrada, escondida como elemento residual en el “mensaje” que se entrega a través de los miles y miles de cuerpos rotos que se acumulan en la llamada “guerra contra el narco”. De una manera radical y citando a Sontag (2010), estos mensajes encriptados en el espacio de un cuerpo finito y ya roto para siempre, pueden ser leídos como memento mori (“recuerda que morirás”) y, morirás tres veces: la de tu suplicio (la tortura previa que es casi siempre imaginable), la de tu muerte y, tu muerte convertida en dato mediático (por ejemplo, cinco cabezas fueron encontradas frente a la Procuraduría de Justicia). La cadena significativa de las violencias expresivas no podrían ser más elocuente, en un pasaje por tres estadios, la muerte total es expresión pura, ya no importan aquí los fines y la ganancia pasa a segundo plano, lo relevante es la exhibición de la narcomáquina como un repertorio infinito e inevitable.
En esta infinitud e inevitabilidad radica el poder de las violencias expresivas, los cuerpos están al servicio de la máquina, incluso, sus criados, como bien lo expresa Löwy.
Servir a la máquina: la lengua
Cuando realicé las primeras notas para este ensayo, consideré que un título pertinente podía ser el “narcoñol, la lengua como dispositivo de la narcomáquina”. La complejidad y las múltiples aristas del fenómeno, me llevaron a considerar que el narcoñol, como quisiera llamar a las hablas que se derivan del narco, es más bien un apéndice, es decir, un complemento de la narcomáquina y no su epicentro.
MARIANA HERNÁNDEZ LEÓN
Arribé a esta formulación de la mano—otra vez—de Primo Levi. Al leer y profundizar en sus libros sobre los campos de exterminio nazi y su propia experiencia como sobreviviente, me pareció que una clave importante era el habla del campo de concentración (del lager, como se lo denomina). El habla configuraba (y ordenaba) la experiencia de la violencia: por ejemplo, la figura del “musulmán”, aludía a esos hombres ya sometidos, “peleles, sórdidos”, entregados ya a su destino trágico y en vías de su propia disolución humana (Levi, 2002). El “musulmán”, guardia, testigo, sobreviviente, cómplice incluso de su propia tragedia, es la producción más terrible del trabajo de la violencia y la aparición de una lengua intermedia, balbuceante, que intenta nombrar con las categorías a mano la abyección, la indignidad, el dolor (que sea la figura del “musulmán” en los campos de concentración nazis, la que centre el espacio reflexivo de la abyección, es un tema que no abordaré aquí, pero que merece, sin duda, un análisis de fondo).
Me interesa especialmente la formulación de Levi, cuando señala que se da cuenta de que la lengua, “su lengua”, no dispone de las palabras que se necesitan para nombrar “la destrucción del hombre”. (39)
Bajo esta hipótesis, me parece que la emergencia de un cada vez más nutrido y sofisticado “narcoñol” se explica por si misma. Cuando la violencia avanza como lengua franca (Segato 2004), requiere encontrar palabras, términos, modos, metáforas para decirse a sí misma (con la colaboración de los medios de comunicación). El narcoñol, es entonces un ejercicio que pretende producir una cierta inteligibilidad sobre las lógicas, modos, estrategias, valores, figuras y especialmente, impactos de la máquina narco.
No es este el espacio para intentar el análisis de una genealogía de las hablas vinculadas al narco. Sin embargo, es posible aislar algunos campos semánticos que posibilitan calibrar sus impactos en el lenguaje, asumiendo que éste es clave para la producción de lo social. Apelo a continuación al símbolo popularizado por Twitter y los llamados “hashtag” que se encabezan con el símbolo #; que sirven, en la conversación colectiva, tanto para ponderar el impacto de un tema como para orientar y centrar una discusión.
Los campos semánticos que quiero discutir aquí son tres:
#cuerposrotos
En esta “etiqueta” aludo a las formas en que en el castellano en México (pero pienso también en el parlache colombiano), se han nombrado, bautizado a los cadáveres, asesinados y muertos en las violencias espirales de la narcomáquina.
Ejecutados (nombre genérico para todos los muertos de y por la máquina); ahorcados (modalidad en la ejecución, alude a un final específico pero ambiguo); colgados (modalidad en la ejecución, principalmente vista en el norte), decapitados (modalidad, nombra de manera fantasmagórica los hallazgos de cuerpos incompletos); encajuelados (cadáveres que “aparecen” en las cajuelas de autos abandonados); deslenguados (cuerpos a los que se les ha arrebatado el habla); encobijados (cuerpos que se “entregan”—paradójicamente—en cobijas o mantas que deberían servirían para proteger6; entambados (cuerpos que “aparecen” o no aparecen porque han sido disueltos en ácido); embolsados (cuerpos que se “entregan” en bolsas negras, para basura); las hieleras (cabezas que se encuentran en recipientes o “cajas” para almacenar hielo). Y así podría seguir el inventario de palabras que sirven hoy para nombrar el complejo y escalofriante ejercicio de la narcomáquina sobre los cuerpos.
#prácticasycultura
Sin duda, una de las mayores “contribuciones” de la máquina en diálogo tenso con la sociedad, es el uso del prefijo “narco” a un conjunto tan amplio como disperso de prácticas, productos y concreciones de la cultura.
Quizás, el uso más antiguo se remonta a los narcocorridos (así, sin guión), como sustantivo emergente para denominar un género musical que narra los avatares de la máquina; pero junto a éste, aparecen palabras ya estabilizadas en el habla común de México: narcoarquitectura (término que alude a un estilo que se reconoce como propio de la máquina para hacerse presente en el espacio); narcoEstado (que alude de formas diversas a la capacidad de penetración de la máquina en el Estado); o bien la narcocultura, como una palabra ya del dominio popular para nombrar (sin nombrar), los impactos de la máquina en la vida cotidiana de la sociedad.
Aunque resulte difícil documentar de manera precisa el dato, se habla en México, del “Culiacán Tardío” o, del “Miami Temprano”, para aludir a ciertas configuraciones arquitectónicas. La ropa, los accesorios, las pistolas de oro adornadas con diamantes, relicarios, escapularios, santos, autos, conforman lo que se reconoce como la narcocultura.
#laguerralajerga
Uno de los campos más complejos del “narcoñol” es sin duda, la guerra y sus derivas. Puesto a flotar por el actual presidente de México, Felipe Calderón, la guerra contra el narco, ha generado una “lengua” tan espeluznante como popular.
La expresión central en este nivel de hablas es la de “daños colaterales”. Se alude, siguiendo la terminología de las guerras convencionales a los impactos “no buscados”, sobre el cuerpo del inerme, sobre la víctima inocente o propiciatoria. Pero este narcoñol, esta plagado de tropos: trabajo de inteligencia, sospechosos, “se dijo”, “se sabe”, “estaba vinculado a”.
Las combinatorias y sus posibilidades son, en este nivel, infinitas. Por lo que me limitaré a señalar que el narcoñol de #laguerra, avanza fortaleciéndose de dos elementos claves: la figura del enemigo total (por lo que no importan los llamados “daños colaterales”) y, el colapso en nuestros sistemas interpretativos que termina por producir “muertos buenos” y “muertos malos”, en una dicotomía demencial. Cuando faltan las palabras para llamar o nombrar a la muerte inútil, excedente, brutal, la jerga es un instrumento pertinente tanto para los poderes oficiales como para la narcomáquina. Mientras los cuerpos no trascienden la categoría de “daños colaterales”, es posible instaurar una lengua que obture su emergencia como evidencia los límites de la barbarie. “Daños colaterales” es el índice, en este caso oficial, que equivale al de cuerpo roto
Contra máquina
En un sentido laxo de la dialéctica se puede afirmar que al poder de toda máquina se opone una contra máquina7. Bajo los planteamientos que aquí he intentado esbozar, una posibilidad sería ubicar a la contra máquina en la zona del estado y sus o las instituciones. Lamentablemente, la corrupción, la impunidad, la suma de estrategias fallidas y una política centrada en la militarización del territorio, del gobierno actual, no permiten derivar que la contra máquina provenga de las instituciones del Estado.
Entonces, el planteamiento aquí es que la contra máquina, por el poder fantasmagórico y radicalmente disciplinante de la máquina, no puede venir más que de la sociedad, de los ciudadanos que en sus múltiples roles (activistas, artistas, periodistas, cronistas, profesores, padres, madres, estudiantes, críticos).
ROSSANA REGUILLO
Entiendo por contra máquina (en el contexto del trabajo de la violencia del narcotráfico), al conjunto de dispositivos frágiles, intermitentes, expresivos y fragmentados, que la sociedad despliega para resistir, visibilizar o sustraer poder a la narcomáquina. Si como apunta Deleuze (1999) “es sencillo buscar correspondencias entre tipos de sociedad y tipos de máquinas, no porque las máquinas sean determinantes, sino porque expresan las formaciones sociales que las han originado y que las utilizan”, propongo que en tanto dispositivos de “respuesta”, la contra máquina abreva en los saberes de las distintas formaciones sociales (la colombiana, frente al poder de los “mágicos” como se llamaba a los grandes señores de la droga; o la formación mexicana, de cara al poder indudable de los capos, por ejemplo) y, por otro lado, navega en busca de formas o alternativas en el espacio-tiempo que abre la narcomáquina para explorar horizontes de respuestas posibles.
Así parafraseando a Raymond Williams (1982), podría decirse que hay contra máquinas “residuales”, aquellas que operan con los saberes a la mano (marchas, creación de organismos y asociaciones no gubernamentales, desplegados de prensa, plantones) y, “emergentes”, aquellas que operan en un espacio/tiempo distinto y que apelan a la movilización de información y expresividad performativa y de viralización para minar el piso en el que se asienta la máquina (principalmente los sitios de internet, los blogs, o, las performances intrusivas en el espacio público, entre otras). Desde luego puede haber formas mixtas o combinadas en los dispositivos de la contra máquina.
Por razones de espacio voy a centrarme en dos casos o ejemplos:
(a) El portal Nuestra Aparente Rendición, fundado en octubre de 2010, por la escritora Lolita Bosch. Se trata de un dispositivo emergente y articulador de distintos mecanismos sociales de respuesta; es en este sentido un dispositivo de dispositivos. Su contribución indudable a la visibilización y discusión abierta en torno al narcotráfico en México (principalmente), radica en su capacidad para moverse en diferentes planos y registros: del ensayo sociohistórico y político, a la crónica puntual de un acontecimiento en una pequeña localidad; de la palabra a la imagen; de la imagen fija a la imagen en movimiento; de la denuncia a la demanda de justicia; de las movilizaciones en México a sus réplicas en el mundo. Los múltiples registros de Nuestra Aparente rendición, apelan fundamentalmente a volver visible el trabajo de la violencia a través de la restitución o reposición de lo que la máquina borra de manera perversa: la disolución del cuerpo individual. Como dice Sontag, a propósito de una frase de Virginia Woolf, “sobre unas fotografías que mostraban el cadáver de un hombre o mujer tan mutilado, el cual bien habría podido ser el de un cerdo muerto, su punto es que la dimensión homicida de la guerra destruye lo que identifica a la gente como individuos, incluso como seres humanos” (2010, 57).
El trabajo de NAR emerge como una forma de respuesta y movilización activa frente a la máquina y las consecuencias fatales de la llamada “guerra contra el narco”, activa sentidos críticos, coloca a sus “lectores, videntes, visitantes, colaboradores en una posición de reflexividad, hace posible que la naturalización común de las violencias choque con el cuestionamiento de fondo.
(b) La crónica en dos niveles, como narrativa del periodismo de investigación y cómo fotoperiodismo. En un artículo que escribí en el 2000 a propósito de la emergencia de la crónica como forma narrativa epocal, dije: “La crónica, en femenino, relación ordenada de los hechos; y en masculino, lo crónico, como enfermedad larga y habitual, se instaura hoy como forma de relato, para contar aquello que no se deja encerrar en los marcos asépticos de un género. ¿Será más bien que el acontecimiento instaura sus propias reglas, sus propias formas de dejarse contar?”
Narrar la muerte, la violencia, el “horrorismo” en palabras de Cavarero, exige acudir a lo que en aquel entonces llamé “una escritura a la intemperie”. Pienso aquí en el trabajo de tres periodistas/cronistas, cuyo trabajo sostenido en el tiempo y avalado por un trabajo en el terreno, ha iluminado zonas confusas y normalmente invisibles en los medios de comunicación convencionales: Cristián Alarcón, que desde Argentina ha sabido tejer lazos y complicidades con los periodistas y académicos que trabajamos en torno a las violencias, pero cuyo trabajo como cronista en el extremo se ocupa de esa zona en la que el contexto y el victimario o delincuente, desestabilizan –por decir lo menos-, la tendencia a ubicar en la monstruosidad total a los “criados” de la máquina; Alarcón hace posible que exploremos calles, casas, conversaciones, modos en los que de manera cotidiana la máquina avanza sobre la producción de una cierta subjetivad, funcional a sus objetivos.
De manera notable, el trabajo de la periodista Marcela Turati, cuya capacidad de hacer hablar a las víctimas sin reducirlas a una condición inerme, trae al centro de la escena esa escena posterior: la desolación y destrucción total que la máquina deja tras su paso. La producción en serie no sólo de cuerpos rotos, sino de ciudadanos que en el epicentro del horror son aún capaces de narrar y, por lo tanto, de vivir.
Y, el trabajo de Diego Osorno, cuya preocupación nodal ha sido la de dotar de inteligibilidad los entresijos del poder en los espacios que la máquina moviliza. Osorno ha sabido, como nadie, colocar las preguntas pertinentes, ir de lo estructural al relato subjetivo; moverse en un terreno minado en el que cada frase, figura o acontecimiento, se articulan a una interrogación vital: el tejido complejo, oscuro, fatal que la máquina teje en su devenir poder total.
Es mucho lo que puede decirse de la contra máquina, considero que es un tema que nos interpela a todos y que exige el mejor de nuestros esfuerzos analíticos, aquí sólo trato unos pocos ejemplos de las formas en que “la gente” ha logrado producir un dispositivo de respuesta al poder casi total de la máquina, proponiendo espacios, lenguajes, modos de una intelección que ayuda a calibrar nuestros precarios instrumentos para descifrar un poder que se asienta en el trabajo de la violencia y en la producción sistemática de horror.
Quedan por nombrar el trabajo de los fotoperiodistas, como el de Fernando Brito (que forma parte fundamental de esta revista), cuya potencia radica en su capacidad de resistir dos tentaciones cuando se trata de la violencia de la máquina: una estetización del horror que termina por borrar sus anclajes estructurales y, de otro lado, la evitación de una “pornografía” en la exhibición de cuerpos rotos. Brito, se coloca en el justo lugar de un testigo que se con-duele y que es al mismo tiempo lo suficientemente templado para “estar ahí”, diría Geertz (1988) y revelar-nos la caligrafía de la máquina en una secuencia temporal que ahonda en la sistematicidad del aparato guerrerista de la máquina.
Quedan por reflexionar, las performances que desde propuestas artísticas o activistas, señalan, apuntan que hay un contra poder que es capaz de resistir el vértigo de la violencia total. Pienso, especialmente en el trabajo de Violeta Luna, que los lectores de e-misférica podrán ver y calibrar.
En su fragilidad, intermitencia y expresividad, los dispositivos de la contra máquina, que de manera residual o emergente, están ahí como espacios, narrativas, imágenes y prácticas, cuyo objetivo es el de evidenciar el poder de la máquina y socavar el piso de su capacidad de operación
Fugas
Para Deleuze (Op. Cit), la tarea del pensamiento crítico es el de detectar y reforzar las líneas de fuga (aquellos espacios que se escapan al poder la narcomáquina, en este caso), que puedan conducir a nuevos espacios-tiempos. Ante una máquina que ha bloqueado la singularidad de lo humano y que se ha esforzado, con éxito y con la colaboración de los medios de comunicación, en producir en una misma frecuencia, un tono normalizado en el que los cuerpos de los inermes queden abandonados a la matemática siniestra o la acumulación de datos estadísticos, lo contra-maquínico radica en la posibilidad de ubicar y potenciar las “líneas de fuga” que se presentan o “cuáles se pueden construir, por dónde puede abrirse paso lo inesperado, el acontecimiento, el ‘devenir revolucionario’ que produzca una transformación”, dirá Deleuze.
Si el trabajo de la violencia de la narcomáquina consiste –centralmente- en la disolución de lo humano, la línea de fuga, radica en nuestra capacidad intelectual, crítica, artística, periodística, ciudadana de levantar, hacer visible, enfatizar el crimen ontológico, aquel que borra la singularidad en pos de su ganancia cifrada.
Nueva York
Noviembre, 2011
Rossana Reguillo es Doctora en Ciencias Sociales con especialidad en Antropología Social, por el CIESAS. Investigadora Nacional SNI (Sistema Nacional de Investigadores, nivel III) y miembro de la Academia Mexicana de las Ciencias. Es Profesora-investigadora en el Departamento de Estudios Socioculturales del ITESO. Sus líneas de investigación son: jóvenes y culturas urbanas; construcción social del miedo y política de las emociones; trabaja los aspectos culturales del narcotráfico y la violencia. Entre sus libros publicados están Horizontes Fragmentados. Comunicación, cultura, pospolítica. El (des)orden global y sus figuras. Guadalajara, ITESO (2005) y el más reciente Los jóvenes en México (coord.). México: FCE/CONACULTA (2010). Profesora invitada en NYU, donde ha sido titular de la Cátedra Andrés Bello en Cultura y Civilización en América Latina (otoño 2011).
Notas
1 En la teoría lingüística de Peirce, se distingue entre índice, ícono y símbolo. Con respecto al índice, dice: “Un índice o sema es un representamen cuyo carácter representativo consiste en que es un segundo individual. Si la segundidad (es decir, el referente) es una relación existencial, el índice es genuino. Si la segundidad es una referencia (como es el caso que nos ocupa, “el narco” como entidad abstracta), el índice es degenerado. (Y lo que es más importante:) Algunos índices son instrucciones más o menos detalladas de lo que el oyente ha de hacer para ponerse en conexión experiencial directa o en otra conexión con la cosa significada”. Los paréntesis son míos. Ver Eco, 1992.
2 La guerra contra el narco, declarada por el Presidente Calderón a principios de su sexenio, en 2006, consistió básicamente en: sacar al Ejército a las calles, es decir militarizar las tareas de combate al narcotráfico; y, un aumento al gasto en seguridad. Sugiero al lector interesado que para una comprensión de fondo sobre esto, consulte los artículos del especialista Eduardo Buscaglia.
3 El “ejecutómetro” es un contador diario de los muertos en el país. De uso común entre los periodistas (El diario Reforma, tiene una sección titulada así), pasó a ser parte de las hablas populares. Como si fuera el reporte del tiempo, “hoy amanecimos a 72 muertos”.
4 La noticia sobre el incendio intencionado del Casino Royale en Monterrey (http://www.milenio.com/cdb/doc/noticias2011/b969338e9136051cf54e4a5225248d48), me hizo pensar en la emergencia de un verbo que detecté a principios de 2009 en una entrevista realizada a una joven que había estado vinculada al Cartel de Tijuana. Ella me dijo: “mi hermano aprendió a sicariar”, desde bien chavito.
5 Ver, Reguillo (2005), esta elaboración debe mucho al trabajo excepcional de la antropóloga Rita Segato y en diálogo con ella y su investigación, es que pude arribar a esta propuesta (2004).
6 En 2006, la artista Teresa Margolles, exhibió en distintos espacios museográficos su polémica obra “Encobijados”, utilizando para su instalación cobijas reales y ensangrentadas utilizadas por el narco para envolver cadáveres.
7 Debo esta formulación a Marcial Godoy, durante una de las muchas reuniones editoriales para la publicación de este número. El me hizo ver la importancia central de las expresiones de resistencia ciudadana—por más desarticuladas que puedan parecer—para enfrentar el poder la narcomáquina. Intento aquí elaborar un concepto intermedio, a partir de sus sugerencias, con el convencimiento de que es necesario seguir elaborando.
Obras citadas
Alarcón, Cristian. 2011. Si me querés, quereme transa. Buenos Aires: Editorial Norma.
_________. 2003. Cuando me muera quiero que me toquen cumbia: Vida de pibes chorros. Buenos Aires: Editorial Norma.
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