El periodista Raymundo Pérez Arellano, engullido y luego liberado en Reynosa, Tamaulipas, por una máquina de guerra en marzo de 2010, describe a ésta como un convoy de siete camionetas Escalade negras encabezadas por una Cherokee gris. “Era la visión de un dragón, peligroso y seductor”, relata en su testimonio, un texto demencialmente difícil de olvidar, titulado “Voy a morir porque creen que soy un Zeta”. Si el reportero –con experiencia en la cobertura de operativos del Ejército y la Marina Armada– no hubiera sabido que el jefe del comando que lo detuvo en la ciudad fronteriza con McAllen, Texas, era integrante del cártel del Golfo, como avisaban leyendas escritas en las ventanas laterales y traseras de los vehículos del convoy armado, dice que habría pensado que estaba frente a un militar de las fuerzas especiales mexicanas. El “comandante” ante el que el periodista fue llevado “tenía el cabello corto, barba de candado, cuerpo fortalecido por horas y horas de gimnasio y varios tatuajes que recorrían sus brazos. Llevaba chaleco antibalas, pantalones cargo, una fornitura en su pierna con una escuadra nueve milímetros y, atravesando su pecho, un fusil AR-15 con un cargador de tambor doble, de los llamados “huevos de toro”.
El filósofo camerunés Achille Mbembe explica que a la par de los Ejércitos tradicionales han surgido máquinas de guerra. “Máquinas de guerra que se conforman por segmentos de hombres armados que se dividen o se suman entre ellos, dependiendo de la tareas por realizarse y las circunstancias.
Organizaciones polimorfas y difusas, las máquinas de guerra se caracterizan por su capacidad de metamorfosis. Su relación con el espacio es móvil. A veces gozan de vínculos complejos con estructuras del Estado (desde la autonomía hasta la incorporación)”. Una representación de las máquinas de guerra mexicanas sería el convoy armado que secuestró al periodista Raymundo Pérez Arellano en Reynosa o la caravana que asaltó de forma táctica Ciudad Mier, Tamaulipas, la mañana del 22 de febrero de 2010. Sin embargo, el motor de estos artefactos es menos fácil de identificar porque se encuentra oculto en una estructura necropolítica que cruza de forma transversal diferentes niveles de Gobierno, desde el punto más alto en la escala del poder, hasta las zonas más bajas. Dicha estructura es la que produce las representaciones de las máquinas de guerra que recorren y siembran terror en territorios inmensos, como sucede en Nuevo León, Tamaulipas y Coahuila, una región del noreste mexicano cuya extensión territorial abarca más de la mitad de América Central.
Dos meses antes de la aparición masiva de máquinas de la guerra como la que secuestró al periodista Raymundo Pérez Arellano, ocurrió un hecho parteaguas en la situación de violencia que vive México: el asesinato del capo Arturo Beltrán Leyva y la exhibición de su cadáver como un trofeo mortuorio por parte de la Marina Armada. Este acontecimiento marcó el comienzo de una nueva estrategia de combate al crimen organizado por parte del Gobierno de Felipe Calderón. Tres años antes de ese momento, el Presidente, en medio de la mayor crisis política del México moderno, se vistió de General y se hizo retratar rodeado por cuatro mil soldados en un cuartel de Apatzingán. Ahí invocó el término guerra en contra del narco, sin contar con una idea militar clara de lo que hablaba.
A partir del asesinato de Beltrán Leyva, la estrategia– según un alto funcionario federal que entrevisté– tendría “menos miramientos”.
La noche del 16 de diciembre de 2009, un marino colocó con sumo cuidado billetes de 500 pesos y 100 dólares encima del cuerpo inerte del capo. Beltrán Leyva era un traficante sinaloense que decidió romper con el cártel de Sinaloa liderado por Joaquín el Chapo Guzmán, para emprender una empresa propia. Para realizar este negocio de altos vuelos construyó una sociedad con la organización de los Zetas, con quienes transportaría cocaína colombiana por los estados colindantes con el Golfo de México, en los que sus asociados tienen presencia. La manipulación del cadáver del hombre que había roto el statu quo del narco en el país, no fue un accidente o un evento casual ocurrido al calor de la batalla. Se trataba de un nuevo mensaje lanzado desde las zonas más guerreristas y sombrías el Gobierno federal: “¡Vamos a actuar como si estuviéramos en una situación de guerra porque lo estamos!”, me dijo el funcionario que consulté por esos días.
Sin miramientos...
La difusión de las fotos del cuerpo de Arturo Beltrán Leyva el Barbas formaba parte de una táctica en la nueva estrategia, en la cual se haría “valer de manera contundente el monopolio de la fuerza. El Gobierno va a ir por los criminales y no va a tener miramientos, eso es lo que significa esa fotografía. Teníamos que tomar la decisión de entrar de lleno a combatir esta situación, como si fuera realmente una guerra y eso es lo que estamos haciendo ya”.
El lado oscuro de la política
Éste es un fragmento del epílogo del nuevo libro del reportero Diego Enrique Osorno: La guerra de los Zetas. Viaje por la frontera de la necropolítica, de Editorial Grijalbo, el cual fue prologado por el escritor Juan Villoro y empezará a circular esta semana en librerías de todo el país.
Posdata
En el año 2000, cuando el PRI dejó al fin la Presidencia de México, en el noreste del país nacieron los Zetas, una banda que entonces parecía una anécdota fugaz del mundo del narco. Doce años después, el PRI regresa al poder y los Zetas parecen eternos mientras libran una guerra contra el cártel de Sinaloa, la organización criminal más fortalecida durante los Gobiernos panistas.
En esta aproximación inédita a una región fronteriza que a diferencia de Tijuana y Ciudad Juárez ha sido poco documentada, Diego Enrique Osorno recorre los sitios que han padecido los mayores estragos de violencia causados por ese enfrentamiento. En un itinerario que abarca pueblos y ciudades de Nuevo León y Tamaulipas, el autor habla con pobladores, generales, jóvenes sicarios, alcaldes, periodistas, policías, empresarios, migrantes, familiares de desaparecidos y vendedores de armas. Consigue información reveladora, entre la que destacan las confesiones de Óscar López Olivares, el Profe, quien, junto a Juan Nepomuceno Guerra y Juan García Ábrego fundó el cártel del Golfo. Su relato en voz propia ofrece claves cruciales para conocer la raíz histórica de lo que sucede hoy en día. Así, a lo largo de este viaje, el lector va conociendo cómo durante la transición democrática fallida ocurrió el colapso de la añeja narcopolítica del PRI con la nueva necropolítica del PAN.
La guerra de los Zetas arroja luz sobre los secretos del lugar donde se libra la batalla más importante del México del inicio del siglo XXI.
¿Por qué escribir sobre los Zetas?
En los primeros días de marzo de 2010, minutos después de que una máquina de guerra lo secuestrara y vejara en Reynosa, el periodista Raymundo Pérez Arellano me llamó y me preguntó, indignado, para qué diablos servía el periodismo en lugares como la frontera noreste de México. No supe qué decirle y me quedé callado. A partir de ese momento, a lo largo de los dos años siguientes, de forma pausada y cautelosa, empecé a reportear en esa región donde nací y crecí. Este libro es, entre otras cosas, esa búsqueda, un intento por responder aquella pregunta a través de la única arma que conozco y en la que creo con frenesí: la crónica.
Por eso, este libro está dedicado a mi hermano Raymundo y a todas las víctimas de la necropolítica impuesta en los últimos años a lo largo de pueblos y ciudades de Nuevo León y Tamaulipas.