lunes, 16 de enero de 2012

Nuevos mitos de la guerra contra el narco (Nexos Enero 409)

En el siguiente ensayo Joaquín Villalobos refuta las varias lecturas sobre la violencia que en los últimos años se han publicado en nexos. Para este analista, la violencia no es un problema generado por una estrategia gubernamental fallida. Es el indicador del aumento de la densidad criminal como producto de una “aversión al conflicto” que durante mucho tiempo llevó a administrar los problemas en vez de resolverlos. Villalobos confronta a quienes, tomando como bandera los altos niveles de violencia, exigen poner alto a la lucha contra el crimen organizado o solicitan cambios de estrategia a partir de argumentaciones que él considera endebles. Los puntos centrales del debate, afirma, no están en cómo administrar el crimen, sino en cómo construir Estado y ciudadanía

Aversión al conflicto
Tiene razón mi amigo Jorge Castañeda cuando en su excelente libro Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos1 habla de un rasgo cultural de la sociedad que él llama “aversión al conflicto”. Dice Castañeda que este rasgo “resulta disfuncional para la incipiente democracia mexicana e impide su desarrollo”. La tesis de Castañeda de “aversión al conflicto” como rasgo cultural mexicano se ha visto reflejada en distintos hechos de los últimos años, como la decisión de no construir el nuevo aeropuerto de la ciudad de México porque un pequeño grupo de habitantes de una comunidad se opuso; también apareció cuando las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México permanecieron tomadas por una minoría de estudiantes durante un año; igual lo vimos cuando el gobierno de Oaxaca fue virtualmente derrocado y mantenido bajo control rebelde durante seis meses. No es casual que se diga que México es la ciudad con la mayor cantidad de protestas callejeras, plantones y ocupación de plazas (algunas durante años) en todo el planeta. Hay, en general, temor a poner orden, no importa cuánto se afecte el interés colectivo, con tal de “evitarse un pleito”.

Lo que Castañeda llama “aversión al conflicto” no es exclusivo de México, se trata en realidad de un rasgo cultural del subdesarrollo, común a otras sociedades. En Colombia, por ejemplo, se referían a ella como la “cultura del atajo”, que consiste en buscar un camino que evite enfrentar —y por tanto resolver— un problema. El Estado colombiano se tomó demasiado tiempo para asumir la responsabilidad de confrontar a las decenas de grupos armados que le disputaban autoridad en extensas zonas de su territorio. Igual que en México hubo quienes en su momento cuestionaron que se combatiera al crimen organizado porque decían que eso generaría violencia. Los costos para Colombia de haber atrasado la decisión de confrontar fue la expansión del problema, 30 años de guerra, más de 300 mil muertos y tres millones de desplazados.
“Aversión al conflicto” significa administrar problemas en vez de resolverlos, lo que deriva en convivir con éstos hasta que exploten. Jorge Castañeda lo dice de forma más clara cuando dice que los mexicanos “son renuentes a elegir entre polares o binarios. En pocas palabras, queremos siempre ‘chiflar y comer pinole’, o ‘mamar y dar de topes’ ”.3 Los colombianos, al enfrentar mediante campañas mediáticas esta disfuncionalidad, la señalaban como “cinismo” que debía ser superado por el civismo. Es justamente este rasgo cultural lo que conduce a analizar el problema de la seguridad en México desde la lógica de los criminales, en vez de revisar y fortalecer las capacidades propias del Estado y los ciudadanos. Muchas de las tesis que se oponen a confrontar al crimen organizado intentan encontrar caminos para volver pacíficos a los criminales, en vez de fortalecer al Estado para que controle a los delincuentes. Lo primero les luce más confortable que lo segundo porque depende de los criminales, mientras que lo segundo requiere un gran esfuerzo propio. Sin embargo, lo que ocurrió en México es que se agotó la posibilidad de continuar con una seguridad basada en administrar el delito. El control social centralizado, que era el componente principal de ese modelo, se debilitó con la pluralidad que trajo la democracia.

El viejo modelo de administración de los conflictos en su momento fue muy exitoso. México tiene en su historia reciente niveles de represión política comparativamente muy bajos con respecto al resto de Latinoamérica. La cooptación como primer recurso para enfrentar protestas sociales o grupos rebeldes funcionó muy bien y dejó un valioso legado de tolerancia. Mientras los sindicalistas mexicanos se volvían millonarios, los de Centroamérica y Sudamérica eran asesinados. Sin embargo, la cooptación creó redes clientelares, desnaturalizó los movimientos sociales, fomentó la corrupción y volvió caótica la capital y otras ciudades del país. La cultura de movilizaciones y protestas pagadas acabó con su carácter de recurso espontáneo de excepción. Al punto que éstas se han deslegitimado y convertido en un ejercicio clientelar sin ningún valor de presión. La disfuncionalidad de los movimientos sociales y sindicatos estratégicos tendrá que ser enfrentada y resuelta tarde o temprano.
Igualmente, el viejo modelo de seguridad está en una profunda crisis y por ello hay tanta violencia. México necesita mandar al baúl de los recuerdos su viejo sistema de creencias sobre “caudillos que controlaban todo”; “delincuentes armados que eran sólo unos contrabandistas pacíficos” y “policías mal pagadas, poco educadas, corruptas y abusivas que funcionaban”. Ya no queda más opción que sustituir esas ideas, ahora reaccionarias, por un ideario progresista y modernizante sobre lo que implican la seguridad y la justicia en una sociedad democrática. El éxito del documental Presunto culpable es una señal de esa demanda de modernización. Historias similares podrían documentarse sobre las policías, las prisiones, la corrupción, o sobre la complicidad y tolerancia social al delito.
10 argumentos para evadir el conflicto

Han tomado carta de naturalidad en el debate público mexicano al menos 10 argumentos para evadir el conflicto, argumentos de aversión al riesgo y cultura del atajo. Son los siguientes.

1. Primero debió prepararse la fuerza. El crimen organizado es un enemigo que se come al Estado por dentro. En México ya dominaba algunas ciudades y zonas del país, controlaba el Aeropuerto Internacional de la capital, otros aeropuertos, puertos, prisiones, y había penetrado a las instituciones municipales, estatales y federales de seguridad y justicia. Postergar la decisión de actuar por evadir el conflicto era permitirle que siguiera creciendo. En una situación así la determinación para contener es mucho más importante que esperar hasta poder hacerlo en un escenario perfecto. La primera medida es expulsar al enemigo de los puntos vitales, después hay que organizarse sobre la marcha e ir a buscarlo a las zonas donde éste es más fuerte. En realidad, decir “primero debimos prepararnos” es decir de forma indirecta que “no debimos actuar”.

3. Se debe usar más la inteligencia. Lo que la mayoría de la gente sabe de inteligencia viene del imaginario que se construyó con la propaganda de la época de la Guerra Fría. Así que cuando se habla de inteligencia se piensa en superhombres expertos en todo que se infiltran en las filas enemigas. La realidad es, en sentido práctico, bastante más sencilla y, en sentido social, bastante más compleja. La base de la inteligencia es el control social y territorial. Esto es lo que permite contar con redes de informantes y reclutar personas que pueden infiltrarse de forma natural en las filas enemigas, sin necesidad de ser superhombres. Una vez que se tiene ese dominio se producen capturas que permiten reclutar criminales y convertirlos en informantes. Estados Unidos suele tener mucho éxito con los criminales extraditados que al arribar a su territorio se desmoralizan al saber que allí no serán dueños de la prisión. Esto los lleva rápidamente a confesar y colaborar. Pero en México eran los criminales quienes dominaban socialmente en sus zonas y quienes habían reclutado a policías y funcionarios. Con esto podían anticiparse a los movimientos de la autoridad y realizar sus actividades con seguridad. Cuando las fuerzas federales empezaron a disputarles el control territorial y comenzaron a realizarse capturas que permitieron obtener más información para lograr nuevas capturas, se abrió un ciclo ascendente de resultados que ha llevado a capturar a 20 de los 37 capos más buscados. Es indispensable usar más inteligencia, pero la inteligencia no se construye en el imaginario, ni surge sólo de una reforma administrativa o legal, o gastando más dinero. La inteligencia no es un instrumento mágico que permite evadir el conflicto y resolver el problema con acciones quirúrgicas rápidas y fáciles, como en las películas. Para tener el dominio de inteligencia, entre otras cosas, hay que recuperar autoridad en el terreno, depurar las corporaciones propias y controlar de verdad las prisiones.

8 Hay que legalizar las drogas. Bajo esta idea las drogas son la explicación al problema de seguridad que padece México, y en ese sentido el esfuerzo principal no debería ser el uso de la fuerza del Estado contra los narcotraficantes, sino la diplomacia contra los países consumidores. Es posible que dentro de una década se termine legalizando la marihuana, pero la legalización de la cocaína y las drogas duras con suerte quizás ocurra dentro de muchas décadas. Esto será así porque los países consumidores tienen instituciones fuertes, economías potentes y ciudadanos que creen en la ley y el orden, por lo tanto las drogas son un problema marginal para ellos. Los políticos de los países consumidores no arriesgarán jamás sus puestos frente a electores que en su mayoría rechazan las drogas, por muy racionales, lúcidos y morales que sean los argumentos sobre la legalización. Sin duda, ésta es una muy buena causa para organismos no gubernamentales, pero no para gobiernos. Además, la lucha diplomática no sirve para atender la emergencia de seguridad ni para reducir la densidad criminal y tampoco para resolver el problema de policías e instituciones de justicia corruptas e ineficaces. Sin resolver esos problemas ningún país puede aspirar a la consolidación de su democracia y su Estado de derecho. Sin embargo, proponer la legalización de las drogas es un buen argumento para evadir el conflicto.


9. Hay que priorizar el combate a otros delitos, no al narcotráfico. La base de esta otra idea para evitar el conflicto con el crimen organizado se sustenta en que el narcotráfico no le afecta a los ciudadanos; lo que sí padecen son los asaltos, los secuestros, las extorsiones, el robo de coches, etcétera. Lo que no se acepta es que todos estos delitos están vinculados al problema del narcotráfico ya que el crimen organizado debilita al Estado, corrompe a las policías y a la justicia, intimida a la autoridad local, crea poderes armados paralelos, empodera a los capos y crea una cultura criminal que se expande entre los jóvenes. El debilitamiento del Estado deriva, tarde o temprano, en incapacidad de éste para proteger a la gente. El narcotráfico destruye el sistema institucional que tiene a cargo la defensa de la sociedad. Esto implica que en última instancia los ciudadanos tendrían que aceptar a policías delincuentes (tal como ya había ocurrido) y que sus demandas sobre seguridad y justicia sólo las podrían resolver mediante arreglos con los capos y no a través de instituciones.

La guerra es esencialmente entre grupos criminales

El enfrentamiento principal —y el más violento— no es entre el Estado y los criminales, sino entre los mismos grupos del crimen organizado. Existen nueve guerras entre los distintos cárteles que están produciendo violencia en diferentes lugares del país. Esas guerras produjeron más de 45 mil muertes desde diciembre de 2006 hasta la fecha. De este total, casi 90% se cometen entre delincuentes, sin que la autoridad esté involucrada.

Los opositores a la política de confrontar al crimen organizado han llamado peyorativamente a ésta “la guerra de Calderón”. Pero como dijimos anteriormente, en sentido estricto, el gobierno lo que hizo fue reaccionar sobre una violencia que comenzó en los estados de Tamaulipas, Michoacán y Guerrero y que luego se extendió hacia Chihuahua, Sinaloa, Durango, Nuevo León, Baja California y otros estados.

El uso del término guerra es técnicamente correcto conforme a las nuevas teorías sobre conflictos,6 pero para la condición de México resulta políticamente inconveniente utilizarlo, ya que a partir del enfoque comunicacional del gobierno, del uso temporal del concepto guerra y de la extensión que cobró la violencia, los opositores y los medios dieron vida política a la “guerra de Calderón” y a la “guerra fallida”, muy a pesar de que, como ya señalamos, la mayor parte de la violencia no responde a una confrontación Estado vs. criminales, sino a grupos criminales entre sí. Human Rights Watch (HRW) cuestionó recientemente los datos sobre homicidios atribuidos a criminales. Con un argumento intelectualmente correcto, pero débil, sostiene que no se puede afirmar que el 90% de los homicidios han sido cometidos por criminales porque las instituciones no han realizado investigaciones judiciales que identifiquen a las víctimas y sustenten esta afirmación. Entonces la pregunta sería ¿quién cometió esos 45 mil asesinatos? Tenemos cuatro sospechosos: el crimen organizado, el Estado, la delincuencia común y los ciudadanos como resultado de violencia social.

Si bien no hay sustento judicial en los datos, y el gobierno deberá corregir esto en la medida en que se logre el fortalecimiento de las instituciones de seguridad y justicia, tampoco es aceptable el juicio político que esconde el informe de HRW al poner en duda cuál es el epicentro del conflicto en México. Cuestionar que se trata de una guerra entre criminales le daría base a la idea de que la violencia la generó el gobierno y por lo tanto daría lugar al juicio de la “guerra de Calderón”. En primer lugar, es importante señalar que estamos frente a un escenario que está produciendo una cantidad y calidad anormal de homicidios, por lo tanto no es fácil investigar todos los casos, como si estuviéramos investigando homicidios en Suecia, o con unas instituciones de policía y justicia como las británicas. Estamos hablando de un promedio de 800 homicidios por mes y casi 30 al día, en un país con graves deficiencias en sus instituciones. Si a esto agregamos que casi el 40% de éstos se concentra en tres estados y más del 60% en otros siete, el problema se complica mucho más.

En diciembre de 2009 HRW acusó a las policías de Sao Paulo y Río de Janeiro en Brasil de haber cometido 11 mil asesinatos en sólo cinco años (2003-2008). En 2010 denunció que los primeros seis meses de ese año estaban ocurriendo tres ejecuciones diarias en Brasil. En México no hay suficiente sustento para culpar al gobierno de un volumen similar al de Brasil. HRW documentó 24 ejecuciones extrajudiciales en México en cinco años. Esto es muy grave porque el Estado democrático debe evitar que estos casos existan y porque atenta, además, contra la propia estrategia de seguridad del gobierno y complica seriamente el trabajo de los policías y militares. Sin embargo, el dato tiene valor para establecer que HRW no encontró evidencias que le permitieran acusar al gobierno de México de tener relación con la inmensa mayoría de los 45 mil homicidios. Con que existieran unos cuantos cientos de ejecuciones extrajudiciales, se habrían filtrado muchas evidencias y el gobierno estaría siendo blanco, justificadamente, de un demoledor juicio político de la prensa, la oposición política y las organizaciones de la sociedad civil. Eso no está ocurriendo; lo responsabilizan de exacerbar la violencia, de abusos y violaciones aisladas a los derechos humanos, pero nadie se atreve a afirmar que las instituciones de seguridad estén matando miles de personas de forma sistemática como en Brasil.

Factores que explican la violencia

Tal como señalamos al inicio, la violencia responde a un contexto donde se han combinado una multiplicidad de causas. Éstas coincidieron y produjeron una detonación que le tocó en suerte al actual gobierno, pero cualquiera que hubiera sido el presidente o el partido en el gobierno habría tenido que enfrentar esta crisis. Éste no es un problema de un gobierno, sino del Estado mexicano a todos sus niveles, incluyendo a toda la clase política y la sociedad civil en su conjunto. Algunos de los más importantes factores que se conjugaron en el tiempo y el espacio para producir el estallido de violencia fueron:

Colapso del modelo de seguridad anterior. La llegada de la democracia extinguió el modelo corporativo de “partido de Estado” que mantenía la seguridad a partir de un efectivo control social. Éste no requería de instituciones de seguridad y justicia fuertes y eficaces porque el control social producía mucha inteligencia y permitía actuar de forma preventiva. El fin del modelo trajo la pluralidad política, la independencia de los poderes, la división del antiguo PRI, el empoderamiento y la creciente autonomía de las organizaciones de la sociedad civil, la libertad de expresión, el poder de fiscalización de los medios y el fin del poder casi absoluto del presidencialismo. Estos factores crearon una sociedad completamente distinta que necesitaba de mayor fortaleza institucional, pero durante la transición el vacío de poder que dejó el viejo sistema en materia de seguridad fue llenado, en algunas zonas del país, por organizaciones criminales.

Cultura de violencia y disponibilidad de armas. No basta que haya disponibilidad de armas, lo fundamental es que esa disponibilidad se combine con ciudadanos determinados a utilizarlas, para delinquir, para defenderse, para resolver diferencias o, simplemente, como símbolo de respeto. Magda Coss nos dice que “en el año 2004 se cometieron en México 11 millones 810 mil 65 delitos; en el 40% de ellos el delincuente portaba un arma de fuego, mientras en el 31% de los casos la víctima fue agredida con un arma”.11 También cita Coss un reportaje del periódico El Universal de noviembre de 2008 donde dice que “el 55% de los alumnos de bachillerato a nivel nacional aseguraron que en sus escuelas al menos uno de sus compañeros ha llevado armas a la escuela”,12 y ese dato aumenta en los estados con mayor violencia. Agreguemos a esto la facilidad con que a partir de 2004 fue posible adquirir en Estados Unidos armas de guerra y el resultado será tal como lo señala Coss: “un cambio en los códigos de conducta y en los hábitos de los integrantes del crimen organizado”.13 Esas armas más poderosas los volvieron más peligrosos, más amenazantes y más violentos.

Elevado nivel de complicidad social. Esto ocurre como resultado de dos factores: la fortaleza de la economía ilegal frente a la debilidad de la economía formal en determinados lugares, y la poca importancia que los ciudadanos le asignan a la ley. Malcolm Beith en el prólogo de su libro El último narco,14 hablando sobre Badiraguato, la tierra del Chapo Guzmán, dice que allí “cerca del 97% de los residentes en el campo trabajan en el tráfico de drogas de una u otra manera. Desde los campesinos y sus familias —incluso niños— que cultivan marihuana y amapola para el opio, hasta los jóvenes armados que se encargan de tareas desagradables, los conductores y los pilotos que transportan el producto así como los políticos y policías locales: casi todo mundo está involucrado”.15 Esta descripción de Beith se repite en muchos otros lugares. Otra modalidad de complicidad social muy común son las empresas y/o personas que aceptan pagos de grandes sumas en efectivo por propiedades, vehículos, aviones y artículos de lujo. Unos se involucran por codicia, otros por temor, otros por necesidad y otros porque no conocen otra ley que no sea la de los criminales.







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