Víctor Flores Olea
Hay gente de México que se ha escandalizado porque altos funcionarios del gobierno estadunidense han dicho abierta o solapadamente que, con más propiedad, la llamada guerra contra el crimen es una guerra civil disfrazada, y más aún, una de las caras en que se expresa la lucha de clases en nuestro país.
Sin pretender un especial rigor intelectual, diremos que en toda guerra civil está presente una buena dosis de lucha de clases, y lo contrario: en toda guerra civil, como la que vivimos, está inevitablemente presente la lucha de clases. Claro, en toda guerra civil se confrontan intereses de diferentes sectores o grupos sociales, pero en ese enfrentamiento privan las armas y su organización militar. De otro lado, en la lucha de clases no necesariamente la confrontación es armada, sino que alude también a la batalla entre ideas y teorías contrapuestas. Naturalmente, en la pacata sociedad burguesa se rechaza con horror que vivamos tales confrontaciones, que estemos divididos a tales extremos y que tal sea nuestro normal modus vivendi.
Tal ha sido la reacción que he podido percibir en estos últimos días en La Jornada (22/10/11), diciendo la cabeza de la primera plana: Estamos en guerra civil no declarada en varias zonas del país; del río Suchiate al Bravo, un cementerio, aseguró el sacerdote Flor María Rigoni [director de la Casa del Migrante de Tapachula, Chiapas].
Es evidente que en el país vivimos una intensa lucha de clases. No sólo la confrontación armada entre militares y jefes de pandillas en el mundo del narco, sino la confrontación o despojo salvaje que significa una distribución del ingreso cuyo 80 por ciento favorece a 10 por ciento de la población. Estas últimas cifras no son únicamente el cálculo de juegos matemáticos, sino que, como resulta obvio, definen formas de vida y posiciones sociales que significan en primer lugar explotación y rapacidad.
Esto último ha pasado relativamente desapercibido. Con toda razón acaparan las ocho columnas de los periódicos el número diario de secuestrados y asesinados, y se pasa sotto vocce la real estructura social y económica del pueblo en que se cometen tales crímenes, y su verdadera raíz: las tremendas desigualdades en el ingreso que significa el impresionante número de delitos que vivimos a diario.
En otras palabras: el origen no plenamente reconocido de nuestras confrontaciones sociales se anida en la desigualdad y en la explotación de unas clases y sectores sociales por otros. En cualquier estrategia anticrimen deben considerarse en primer lugar los desniveles sociales, los odios, violencia y resentimientos entre clases y grupos que se unen y precipitan en un ánimo irrefrenable de borrar al otro del horizonte humano.
Resulta increíble que la discusión sobre las estrategias para combatir al crimen organizado se reduzcan a enfoques militares o de inteligencia policiaca, cuando el fondo del problema se encuentra en las desigualdades sociales y en los desequilibrios entre clases. Y resulta también increíble que una cuestión que al final de cuentas tiene que ver más con la distribución de la riqueza, con su concentración y con la explotación a que están sometidas unas clases sociales por otras, se pase por alto y en silencio el verdadero núcleo de la cuestión.
No es extraño, sin embargo, que en los grandes medios de difusión se guarde silencio sobre la explotación de unas clases por otras, y más cuando se trata de explicar el fenómeno del crimen organizado, ya que sería equivalente a mencionar la soga en casa del ahorcado. En una estructura de clases sociales como la que vivimos, y sobre todo cuando ha derivado prácticamente en guerra civil y en decenas de miles de muertos, resulta natural que los culpables efectivos no levanten la mano señalándose, sino procuren más bien esconderla y pasar desapercibidos. En una sociedad de autoengaño lo normal es el disimulo y el ocultamiento, y mucho más cuando la autodenuncia pudiera causar un tsunami que derrumbara esas estructuras que están ya fuera de tiempo.
Es evidente que en el México de hoy vivimos intensamente la lucha de clases. Y más que eso: la estamos viviendo ya, en muchos aspectos, como guerra civil que no necesita declararse porque eventualmente estalla en un sinfín de puntos geográficos o sociales de nuestro horizonte. Pero claro, mientras no vayamos a la raíz del fenómeno nos quedaremos a la mitad del camino y la cuestión de fondo pasará desapercibida para los responsables.
Vivimos, pues, una combinación de lucha de clases y de guerra civil que puede llegar a zonas de intensidad mucho más severas. Esta combinación da cuenta de la explosividad por la que cruzamos, que quizá no hemos llegado a percibir en toda su capacidad explosiva. Que vivimos elementos abiertos de guerra civil y de lucha de clases nos lo muestra, más allá de otro centenar de ejemplos, el carro bomba que se hizo estallar recientemente en las calles de Monterrey, dirigido especialmente a rebajar la capacidad de fuego del Ejército.
En todo, ¿cuál sería nuestro destino con esa capacidad de fuego disminuida? ¿Y con el abandono de los estrategas de la cuestión económica como necesario telón de fondo del real drama que vivimos?
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2011/10/24/opinion/023a2pol
Hay gente de México que se ha escandalizado porque altos funcionarios del gobierno estadunidense han dicho abierta o solapadamente que, con más propiedad, la llamada guerra contra el crimen es una guerra civil disfrazada, y más aún, una de las caras en que se expresa la lucha de clases en nuestro país.
Sin pretender un especial rigor intelectual, diremos que en toda guerra civil está presente una buena dosis de lucha de clases, y lo contrario: en toda guerra civil, como la que vivimos, está inevitablemente presente la lucha de clases. Claro, en toda guerra civil se confrontan intereses de diferentes sectores o grupos sociales, pero en ese enfrentamiento privan las armas y su organización militar. De otro lado, en la lucha de clases no necesariamente la confrontación es armada, sino que alude también a la batalla entre ideas y teorías contrapuestas. Naturalmente, en la pacata sociedad burguesa se rechaza con horror que vivamos tales confrontaciones, que estemos divididos a tales extremos y que tal sea nuestro normal modus vivendi.
Tal ha sido la reacción que he podido percibir en estos últimos días en La Jornada (22/10/11), diciendo la cabeza de la primera plana: Estamos en guerra civil no declarada en varias zonas del país; del río Suchiate al Bravo, un cementerio, aseguró el sacerdote Flor María Rigoni [director de la Casa del Migrante de Tapachula, Chiapas].
Es evidente que en el país vivimos una intensa lucha de clases. No sólo la confrontación armada entre militares y jefes de pandillas en el mundo del narco, sino la confrontación o despojo salvaje que significa una distribución del ingreso cuyo 80 por ciento favorece a 10 por ciento de la población. Estas últimas cifras no son únicamente el cálculo de juegos matemáticos, sino que, como resulta obvio, definen formas de vida y posiciones sociales que significan en primer lugar explotación y rapacidad.
Esto último ha pasado relativamente desapercibido. Con toda razón acaparan las ocho columnas de los periódicos el número diario de secuestrados y asesinados, y se pasa sotto vocce la real estructura social y económica del pueblo en que se cometen tales crímenes, y su verdadera raíz: las tremendas desigualdades en el ingreso que significa el impresionante número de delitos que vivimos a diario.
En otras palabras: el origen no plenamente reconocido de nuestras confrontaciones sociales se anida en la desigualdad y en la explotación de unas clases y sectores sociales por otros. En cualquier estrategia anticrimen deben considerarse en primer lugar los desniveles sociales, los odios, violencia y resentimientos entre clases y grupos que se unen y precipitan en un ánimo irrefrenable de borrar al otro del horizonte humano.
Resulta increíble que la discusión sobre las estrategias para combatir al crimen organizado se reduzcan a enfoques militares o de inteligencia policiaca, cuando el fondo del problema se encuentra en las desigualdades sociales y en los desequilibrios entre clases. Y resulta también increíble que una cuestión que al final de cuentas tiene que ver más con la distribución de la riqueza, con su concentración y con la explotación a que están sometidas unas clases sociales por otras, se pase por alto y en silencio el verdadero núcleo de la cuestión.
No es extraño, sin embargo, que en los grandes medios de difusión se guarde silencio sobre la explotación de unas clases por otras, y más cuando se trata de explicar el fenómeno del crimen organizado, ya que sería equivalente a mencionar la soga en casa del ahorcado. En una estructura de clases sociales como la que vivimos, y sobre todo cuando ha derivado prácticamente en guerra civil y en decenas de miles de muertos, resulta natural que los culpables efectivos no levanten la mano señalándose, sino procuren más bien esconderla y pasar desapercibidos. En una sociedad de autoengaño lo normal es el disimulo y el ocultamiento, y mucho más cuando la autodenuncia pudiera causar un tsunami que derrumbara esas estructuras que están ya fuera de tiempo.
Es evidente que en el México de hoy vivimos intensamente la lucha de clases. Y más que eso: la estamos viviendo ya, en muchos aspectos, como guerra civil que no necesita declararse porque eventualmente estalla en un sinfín de puntos geográficos o sociales de nuestro horizonte. Pero claro, mientras no vayamos a la raíz del fenómeno nos quedaremos a la mitad del camino y la cuestión de fondo pasará desapercibida para los responsables.
Vivimos, pues, una combinación de lucha de clases y de guerra civil que puede llegar a zonas de intensidad mucho más severas. Esta combinación da cuenta de la explosividad por la que cruzamos, que quizá no hemos llegado a percibir en toda su capacidad explosiva. Que vivimos elementos abiertos de guerra civil y de lucha de clases nos lo muestra, más allá de otro centenar de ejemplos, el carro bomba que se hizo estallar recientemente en las calles de Monterrey, dirigido especialmente a rebajar la capacidad de fuego del Ejército.
En todo, ¿cuál sería nuestro destino con esa capacidad de fuego disminuida? ¿Y con el abandono de los estrategas de la cuestión económica como necesario telón de fondo del real drama que vivimos?
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2011/10/24/opinion/023a2pol
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